jueves, 10 de febrero de 2011

Eterno retorno


Caen las hojas,
los vestidos vuelan,
el sol apenas entibia.

Vuelven a componerse
los viejos
poemas del otoño.


Diego Reis, del poemario "Lo levemente ajeno".
Foto: Matías Caipillán.

jueves, 3 de febrero de 2011

Postergación de la poesía


pasa que no he podado el parral ese
y hay esos trabajos de la casa
que no pueden esperar
pintar el portón aquél
lavar las tazas de té
de invierno

planear
catalogar los trabajos
que hay que hacer
antes

sin falta reparar los platinos del auto
visitar los museos las bibliotecas las casas
sacar las entradas para esa obra
del absurdo contemporáneo

hay que pensar planear trabajar
observar distraer desesperar
hay que hacer
hacer haciendo

pasa que hay que plantar esos almendros
y pagar las cuentas atrasadas
cortar el césped y darles
de comer a las viudas
y a los huérfanos

los teatros se llenan
las tazas se oxidan
microscópicamente
las hojas
inundan el patio

yo pienso planeo trabajo
observo desespero distraigo
yo hago haciendo
haciendo hacer

y los días pasan, estériles…


Diego Reis, del poemario "En busca de lo efímero", publicado en "Una de poetas", Diario Digital Bariloche 2000, Lunes 20 de Diciembre de 2010.

La continuidad del después


Uno de mis juegos favoritos consistió siempre en esto: en desconocer.

Me despierto a la mañana y juego a que desconozco el cuarto donde estoy, y después, gradualmente, el techo, la alfombra, el pasillo, el baño, mi cara en el espejo.

Lo mismo sucede con mi casa en general, mi patio, mi jardín, mi trabajo. Camino por la ciudad como si yo fuese un recién llegado. Miro a mis hijos (son tres) haciéndome creer que no conozco sus nombres. Hago el amor con mi mujer como si fuese una desconocida. Así, voy enajenándome sin querer (o acaso, con la secreta intención de querer).

Sospecho que llegará un día en el que verdaderamente dejaré de reconocer, de reconocerlos y de reconocerme. Llegado ese punto inevitable, intuyo que comenzaré otro juego, el juego inverso, necesario, a saber: jugar a conocer.

Hacer de cuenta que conoceré esa vida, la vida del hombre cuyo rostro desconocido me devolverá el espejo. Jugaré ese juego hasta el final, supongo.

Hasta que un día perdido entre los días recupere la memoria de mi yo, mi verdadero yo, la memoria original de ese hombre que he dejado de ser hace tiempo, alguno de esos días perdido entre los días.


Diego Reis, de "Las nubes del génesis".

Presentado en el encuentro "Espacio en Fuga" 30º Edición, Noviembre 2010, Villa La Angostura.

Defoliación del domingo


Despacio
bordear la dulce
duermevela

desdormirme

esquivar
las huestes arbitrarias del sol
adivinar arboledas
sin obrar o decir

después vendrán
yo sé
los días de hacer cosas...

desdoblamiento de las clásicas
músicas musas
modestas mías
de lucidez triste y funcional

extenderme manso en exteriores
aún no visitados
y desnudarme en arritmias
porque sí

fugarme suavemente en terceras
o en séptimas mayorizadas
entrar o salir
de cosas sin nombre
hoy

difuminar descoser deshojar

vertedero
de obras y silencios
de quedarme quieto querer
de querer quieto
de quedarme

hoy este día deshacerme
así
en cálidas funciones imaginarias
en este liviano pensar
en devaneos

ya sé
después vendrán
los días de hacer...

Diego Reis, Publicado en "Quemiércoles. 25 años del Centro de Escritores de General Roca" (Fondo Editorial Municipal, 2010) y en Revista "Desde el Andén", N°4, Primavera 2009.

No figuración


Hay un código de luces
que no sabe de sombras.

Hay un atareado rumor
que no conoce el viento
y que sin embargo lo espera.

Hay, a veces, lluvias sabias
y distancias sensibles al recuerdo.

Hay ecos simples,
efímeros, mortales
como los hombres
que saben que aguardan.

Hay
silencios de savia
ahí adentro.

Diego Reis
Del Poemario "Colecciones Locales".
Perteneciente a la muestra colectiva "Foto Texto Grafos, 2".
Casa de la Cultura de General Roca, 4 de Noviembre al 5 de Diciembre de 2010.
Foto: Carmen Consigli

Carrousell, II



Hijos del instinto o de la razón, al final es lo mismo, siempre hijos de la distracción o de la necesidad. Hijos del tiempo y del espacio compartidos, casas y calles embarradas de hijos. Del movimiento tibio de vientres y rodillas, y después un mundo líquido entre las piernas y más arriba y más adentro, nueve meses más adentro...

Hijos de dios, hijos de putas, de nadie, de todos o de cualquiera. Hijos del hombre, del cuerpo y del espíritu, de los cinco sentidos, hijos de las alas y del barro. Calles y casas embarradas de hijos, hijos del pan nuestro de cada día, hijos de lo imprevisto y de la costumbre. Hijos del amor y el desamor cotidianos, hijos del hambre, del dolor, del placer fugaz, de la lujuria, del olvido, de gritos y gemidos, del silencio, de palabras y pensamientos, brutalidad, tristeza y pasión, todo junto ardiendo engendrando hijos.

Hijos de la razón o el instinto al final es siempre lo mismo, siempre génesis y apocalipsis, siempre hijos del viento, hijos de espaldas y de vientres, antes, durante y después, siempre hijos del instante, siempre hijos de los hijos de los hijos...

Diego Reis
Del Poemario "Colecciones Locales".
Perteneciente a la muestra colectiva "Foto Texto Grafos, 2".
Casa de la Cultura de General Roca, 4 de Noviembre al 5 de Diciembre de 2010.
Foto: Esteban Scapellato

Dios, el mamboretá y la mosca


Este es un texto del libro homónimo de Thomas Moro Simpson. Un libro perfecto. Yo diría que este libro, "El idioma de los gatos", de Spencer Holst y "Los adioses", de Juan Carlos Onetti, me enseñaron tanto a escribir como a leer.

Los griegos lo llamaban “El profeta”. Y el entomólogo Fabre, a quien debo esta información erudita, lo llamó “el tigre de los insectos”.
Con tales antecedentes acerca de su condición entre criminal y sagrada, lo encontré un día sobre la mesa de un bar próximo a la Boca. Me senté y estuve a punto de preguntarle, con la voz crédula de los niños: “Mamboretá, ¿dónde está Dios?”.
Esta vieja pregunta subyace en la obstinación de filósofos y teólogos por hallar un orden secreto, o al menos una motivación invisible (que podría ser arbitraria), en el caótico devenir del cómo y del por qué ha dado lugar a discutidas murmuraciones, que pretenden dirimir responsabilidades cósmicas. Según una insinuación del poeta Fernando Lorenzo, “se le ve al hombre el hilo con que Dios lo maneja”. ¿Pero dónde está Dios, mamboretá?
El mamboretá responde a esta pregunta señalando el cielo con las patas delanteras. Algunos sospechan, sin embargo, que su respuesta contiene un elemento de ironía satánica. Sea como fuere, yo no hice la pregunta; la edad me ha vuelto reservado y prudente, y opté por limitarme a observar.
El mamboretá se hallaba inmóvil. Sus cuatro patas traseras, como finas y tensas ramas verdes, sostenían un largo tallo del que surgían dos brazos -o patas- laterales, y en cuyo extremo vigilaba una cabeza impasible. La cabeza me recordó que el mamboretá es un animal; pero su cuerpo verde y ramificado sugería un vegetal en acecho.
De pronto extendió una de sus patas delanteras con el propósito de atrapar una mosca fugitiva, y a partir de entonces reiteró el ataque hasta que sus garfios sujetaron la presa. En esta operación movía solamente su pata izquierda; el resto del cuerpo continuaba inmóvil, lo que añadía a la hibridez biológica del mamboretá un tercer elemento de frialdad mecánica.
Lo ví con mis propios ojos, en la esquina de Montes de Oca y Suárez: el mamboretá, que tenía agarrada a la mosca con los garfios de la pata izquierda, la colocó en seguida sobre la parte interior de la otra pata. Me acerqué y ví que la infortunada mosca yacía sobre una hilera de filosos dientes; la sierra se dobló hacia dentro, y la mosca dejó instantáneamente de pensar. En efecto: la cabeza de la mosca quedó separada del cuerpo en forma definitiva. Entonces el mamboretá comenzó a devorarla lentamente, sosteniendo el manjar con las dos patas. El festín duró largo rato, hasta que la cabeza del díptero fue deglutida íntegramente por el dinámico profeta. Cuando éste acabó su obra unió con devoción las patas delanteras, y en postura de caníbal creyente pidió perdón a Dios por sus horrendos crímenes.
¿Y Dios, mamboretá, dónde está Dios?
Probablemente –me dije-, mientras el mamboretá deglute a la mosca Dios revisa con angustia los mecanismos del universo. Esta hipótesis ha sido confirmada por Darío, quien relata el infortunio de una paloma devorada por un gavilán “infame” (sic), que “con furor se la metió en el buche” (sic). De acuerdo con la versión del poeta, en el instante en que el gavilán consumaba el palomicidio el Autor del Universo tuvo la sospecha de un error inicial:
“Y entonces el buen Dios, allá en su trono,
mientras Satán, por distraer su encono,
aplaudía a aquél pájaro zahareño,
se puso a meditar, arrugó el ceño,
y pensó, al recordar sus vastos planes
y recorrer sus puntos y sus comas,
que cuando creó palomas
no debió haber creado gavilanes”.
Pero Leibniz ha negado hace mucho que Dios sea capaz de arrepentimiento, como lo sugiere el relato de Darío: según el filósofo alemán, éste es “el mejor de los mundos posibles” (sic), y Dios no pudo haber creado otro mejor, de igual modo que no puede crear un triángulo redondo. Y si creó lo mejor, no puede arrepentirse.
Los argumentos de Leibniz son completos y sospechosos; basta observar que su punto de vista es quizás el del mamboretá, pero nunca el de la mosca. Queda otra alternativa: Dios sabe que éste no es el mejor de los mundos, y es incapaz de arrepentirse. En tal caso, una oscura complicidad uniría el mamboretá con Dios, lo que es suficiente para explicar el elemento de ironía que hallamos en el gesto del profeta, y la reiterada vacuidad de su acto de contrición. ¡No hay salvación para las moscas!
Estas reflexiones algo inconexas habían apartado mis ojos del mamboretá, pero comprobé que éste se hallaba todavía en mi mesa, con las patas unidas en dirección al cielo. Lo miré, vagamente espantado, y renuncié a pedir el apetecido café con leche, sagrado manjar de un porteño en horas de la tarde. Me alejé con el sentimiento de que alguien me observaba, y huí del Gran Mamboretá que nos acecha en cada esquina del fatigado universo.

Thomas Moro Simpson, del libro “Dios, el mamboretá y la mosca”, Editorial Sudamericana, 1999.

Muerte número de cinco


El sol salía
y yo había visto a un hombre
morir
para siempre
lo que sería perfecto
para el final de un cuento
de Borges
esa mañana apenas tibia
desmesuradas las orillas
de la sensación
el día empezaba
y mis ojos
aunque ya nada inocentes
se desasosegaban
contemplando
la enorme realidad.


Diego Reis, Publicado en revista "Desde el andén" N°9, Verano 2009.
Foto: Cecilia Fresco

Para las casas



Estos son textos que he escrito en el decurso de los últimos diez años, en (y para) tres ciudades, que han sido también mis casas.
Para General Roca, Bahía Blanca, Villa La Angostura. Para esas casas.

1.
En el principio de los tiempos
Dios estaba cerca
y hablaba con el hombre
cara a cara.

Después se alejó
y comenzó a gritar.

Ahora escuchamos
apenas
los ecos de su voz:
la voz de un dios
que está en otro cielo
y que habla solo.


2.
De todas las soledades
posibles, la peor
es la soledad
de una mujer ausente.

Y de todos los silencios
que existen, el más hondo
es el de su nombre.

Nada más triste, entonces
que el llanto
que engendran
esa soledad y ese silencio:
el llanto más antiguo del mundo,
el llanto original,
el llanto del solo y silencioso Adán
en el paraíso imperfecto.


3.
Cuando estoy solo
el universo se descompone ante mis ojos
en una infinidad de partes
y cada una de esas partes
se multiplica sin fin a sí misma

uno por uno es siempre uno.


4.
Hay otro yo
que mide estas palabras
(unívoco, tirano y subalterno).

Prisionero
de mí mismo
es este yo.


5.
Más recreador
que creador
más que constructor
deconstructor
y más que todo eso
autodeconstructor

en este bosque sin árboles
la luz no me deja ver el sol.



6.
Mi cuerpo es testigo de mi mente.
Mi mente, testigo de mi cuerpo.
Se atestiguan mutuamente.
Se dan fe.


7.
No tengo tiempo.
Vivo como un animal.
Lo prefiero así.


8.
Primero,
crecemos
odiando lo antiguo;
y luego envejecemos
amando las llanuras
que deseábamos poblar,
las ciudades
que anhelábamos destruír.


9.
Crear es recrearse.
Ciudades, canales, puentes:
llamamos poesía
a nuestro afán de construír.

La verdad mata a veces
y a veces la ignorancia
siembra y hace crecer.

Hipótesis,
refutaciones,
superstición y fórmula,
vindicaciones y cábalas:
llamamos poesía
a nuestro derecho a ignorar.

Poesía es no saber.


10.
Hay estrellas que han muerto
pero que aún vemos
porque su luz,
póstuma, diferida,
sigue viajando en el tiempo.

Así siento
tu voz y tu calor,
a veces, todavía,
en noches de honda soledad cósmica.


11.
La quietud y al soledad oculta
de la lluvia,
la infidelidad proverbial
del pan y del sol,
el recuerdo perverso
y tu ignorado rostro mañana.

Las palabras no alcanzan.
Los días y las noches son largos.


12.
Cuando estoy triste
prefiero
los atardeceres cortos.


13.
Siete palabras
pueden nombrar lo eterno.
He fracasado.


14.
La eternidad
es tu cuerpo sin alas
bajo las sábanas.

Para nombrar la eternidad
me basta
una sola palabra.

Tu nombre,
que siembro en silencio
en los infinitos patios de mi memoria.


Diego Reis, varios de estos textos fueron publicados en la revista "Desde el andén", N°7, Invierno 2008.
Fotos: Emiliano Alonso.

Historias de Baco, II


De borracheras históricas

Según la Biblia, la primera borrachera de la historia la protagonizó Noé. Después del Diluvio, dice el Génesis, “Noé se dedicó a la labranza y plantó una viña. Bebió del vino, se embriagó y quedó desnudo en medio de su tienda” (Génesis, IX, 20, 21). Su hijo Cam, lo encontró en este estado y corrió a avisar a sus hermanos Sem y Jafet, quienes avanzando de espaldas, para no ver la desnudez de su padre, lo cubrieron y (se supone) lo mandaron a dormir su borrachera inaugural.

Otra borrachera famosa inscripta en los libros es la del cíclope Polifemo. Cuenta Homero en la Odisea (Canto IX, vs. 345 y ss.) que Ulises, preso del gigante, ideó para escaparse la siguiente estratagema: le convidó el vino que le había regalado Marón, un vino tan fuerte que no podía tomarse puro. Una vez borracho y dormido Polifemo, Ulises y sus hombres le quemaron su único ojo con un palo afilado y a la mañana siguiente huyeron, aprovechando la ceguera del gigante.

Hasta aquí, los casos citados han terminado más bien infaustamente. Sin embargo, existen borracheras felices. Testimonio de ello es, por excelencia, la que registra la leyenda persa del origen del vino. Jashmid, un rey enamorado de la vid y su fruto, guardaba uvas de diversas variedades en ánforas distribuidas en las habitaciones más frescas de su palacio. Al reventarse las uvas de ciertas ánforas, escurría entonces un líquido espeso cuyo olor fuerte les hizo creer (a él y a sus súbditos) que ese líquido era venenoso.

En cierta ocasión, una de las cortesanas, que había perdido el favoritismo del rey, ingresó en una de esas habitaciones e intentó suicidarse bebiendo del extraño líquido. Entonces sintió cómo sus piernas temblaban y la cabeza le daba vueltas, presa de una singular excitación. Llenó una vasija y se dirigió a las habitaciones del rey, a quien convidó con el elixir maravilloso. La leyenda nos dice que rieron, bailaron y se amaron, y la cortesana recuperó para siempre los favores del rey Jashmid.

Así, la humanidad fue beneficiada con un don preciadísimo: el vino. Si hemos de creer entonces en la leyenda, Jashmid y la cortesana (cuyo nombre se ha perdido para siempre) son nuestros eternos bienhechores.

Muchas y pintorescas (a veces trágicas) son las borracheras de vino que registran los libros y las lenguas: desde la citada original de Noé, hasta la de su descendiente Lot, a quienes emborracharon sus hijas, luego de la destrucción de Sodoma y Gomorra, para acostarse con él y preservar su raza; desde la mítica de Heracles, que se hizo convidar el vino de Dioniso, antes de matar a diez centauros, hasta la borrachera épica, solitaria, triste y final de Poe, la que lo arrastró hasta el oscuro callejón donde encontró la muerte.

El negro Dolina escribió que el catálogo es un género de cuya lectura se sale menos sabio que aburrido. Ojalá, lector, que estas líneas hayan sido una esforzada excepción a esa regla.

Salud.

Diego Reis, Publicado en www.fruticulturasur.com.ar, 10 de Febrero de 2009
Foto: Matías Caipillán

Historias de Baco, I


El olvido de sí y lo universal

Admitiendo el riesgo de la mera linealidad, hemos de iniciar estas "Historias de Baco" contando sin más ni más la historia de Baco. No es un inicio inocente, sin embargo. En esta historia está de algún modo cifrada una perspectiva de vida y acaso la esencia fundamental del vino.

En principio, Baco es el nombre que los romanos dieron al dios griego Dioniso. Dioniso/Baco es el dios del vino, patrón de la agricultura y del teatro. Dioniso era hijo de Zeus y Sémele. Una noche, en uno de sus encuentros furtivos, Sémele le pidió a Zeus que se le mostrase en todo su esplendor. Este así lo hizo, pero la mujer no pudo soportar esa visión y murió. Así, Dioniso tuvo que cumplir el período de gestación en el muslo de Zeus, su padre. De ahí que se le conozca como el dios "nacido dos veces".

Lejos del Olimpo, Dioniso fue criado en el monte por ninfas, quienes lo iniciaron desde pequeño en el gusto por la poesía, el baile y los juegos. Según la leyenda, fue su maestro y protector, el sátiro Sileno, quien le enseñó el cultivo de la vid y la fabricación del vino.

Ya mayor, Dioniso fue peregrinando por toda Grecia con su séquito (el llamado Tiaso) viviendo toda clase de aventuras. Los sátiros, las ménades, los silenos y el dios Pan conformaban las huestes de Dioniso (o Baco): todos amantes de las fiestas, las orgías y, por supuesto, del vino. La leyenda culmina con el fin de los viajes de Dioniso y su ascenso al Olimpo, ya convertido en dios.

Los romanos homenajeaban anualmente al nuevo dios en las célebres fiestas conocidas como las bacanales, en las cuales se bebía sin medida y hombres y mujeres se entregaban a toda clase de disolución. En el 186 a. C. el Senado prohibió la celebración de bacanales promulgando una ley, tratando de volver el culto a Baco a su entorno sagrado. Algo se consiguió reducir, pero era tan popular que no se pudo extinguir totalmente.

Dice Nietzsche: "Los griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte" ("La visión dionisíaca del mundo", 1870). Así, contrapuesta a la visión apolínea (la mesurada limitación, la sosegada sabiduría), la visión dionisíaca del mundo descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Las fiestas de Dioniso no sólo establecían un pacto entre los hombres, también reconciliaban al ser humano con la naturaleza.

El olvido de sí mismo y la unión con lo universal son los principios fundamentales del arte dionisíaco.

Y acaso no sea desacertado pensar que estos mismos principios, siglo tras siglo, fueron transmitiéndose a la vid, a su fruto y al fruto de su fruto: el vino. Principios que nos gusta pensar hoy presentes en el arte de su hechura y, por supuesto, en el arte de beber.

Salud.

Diego Reis, Publicado en www.fruticulturasur.com.ar, 30 de enero de 2009
Foto: Matías Caipillán

miércoles, 2 de febrero de 2011

Presentación de "El charco eterno" en Villa La Angostura






Estas son algunas fotos de la presentación de "El Charco Eterno" en la feria del libro de Villa La Angostura. De yapa, las palabras con las que el libro fue presentado, esta vez por mí mismo.

Palabras Para Presentación

Presentar un libro es siempre una especie de arrogancia, dijo una amiga mía, en la precedente presentación de este mismo libro, en General Roca. De engreimiento al menos, digo yo. Alguien presenta algo que se supone el o los otros desconocen por completo.
Acerca de este libro ese desconocimiento es, supongo, absolutamente literal, pero sin embargo no deja de ser una circunstancia que el tiempo puede remediar.
Por lo tanto, intentaré hablar sobre lo invisible de este libro, sobre lo ilegible: los avatares y vaivenes de su composición y de su dudosa terminación. Y digo dudosa porque, personalmente, no creo que una obra se termine, que ninguna obra se termine. Ni por el autor ni por el lector. Creo que toda escritura es una obra en tránsito. Nadie, ni autor ni lector, termina la obra. ¿Quién hace la última lectura, quién da la interpretación final, definitiva, de una obra?
De “El Charco Eterno”, por lo pronto, puedo decir que no son “cuentos” en el sentido tradicional, canónico, del género. Por esta razón: se entiende por “cuento” una narración que, a grandes rasgos, tiene un argumento y unos personajes y que es susceptible de una didáctica escisión en principio, nudo y final. Pero ese concepto implica una disciplina, ciertas pautas de trabajo y una dirección predeterminada, un ir deliberadamente hacia algo, que yo no poseo en absoluto.
Para mí, escribir no es ir de un algo hacia otro algo pasando a través de un punto intermedio. No es ir de A a B, y de B a C. Diría que para mí escribir no es escribir “hacia” algo sino “alrededor” de algo. Uno tiene cierta idea del argumento, tiene los personajes, el lugar, el tiempo, cierto registro del narrador y con eso empieza a darle vueltas a ese algo. A veces de cerca, a veces de más lejos. Así, puede rozarlo, envolverlo, abrazarlo. Y también asfixiarlo, supongo, por qué no.
Quiero dejar sentado entonces, que los textos de “El Charco Eterno” no son cuentos. Son, a lo sumo, relatos. Son, estoy seguro, síntomas de mi necesidad de decir, de envolver, de darle vueltas a eso que es imposible (y hasta inútil) de decir directamente, de señalar.
Quienes lo lean, advertirán que hay tramas que se repiten, que casi siempre se habla de situaciones en las cuales (de una u otra forma) alguien está encerrado: una casa, un colectivo, una familia, una cárcel, un apodo. Son muchas las formas del encierro.
Lo cual me lleva directamente al título de la obra y lo que yo supongo como el arquetipo de la inmovilidad: el charco. Un charco es algo que nace y que está ahí, quieto, no puede moverse por sí mismo, no puede crecer ni decrecer por voluntad propia. Es el paradigma de la inmovilidad en el espacio. Y esa inmovilidad trasladada al tiempo sería la eternidad, claro. De ahí entonces, el charco eterno: el encierro absoluto en esas dos dimensiones.
Para finalizar, quisiera agregar algo más a este concepto del narrar, de envolver. Imaginemos al escritor, al autor de una obra como un escultor con un bloque de mármol. El escultor ya conoce, percibe de antemano los límites materiales de los que dispone, el tamaño total. Trabaja con una masa. Empieza a darle forma, pule los bordes, trabaja las imperfecciones. Pero en algún momento debe detenerse, porque la masa con la que trabaja es finita. Entonces, si el escritor no se detiene a tiempo, si quiere decir absolutamente todo, destruiría el bloque, la misma masa con la que trabaja.
Así, la novela, el cuento, el poema que lo dice todo se autodestruye.
De ahí, entonces, la sensación que recorre “El charco eterno”, la idea de que no necesariamente es bueno decir todo, la secreta intuición de que a veces es mejor rozar, envolver, abrazar.

Gracias por venir.

Diego Reis, Jueves 16 de Septiembre de 2010

Para Shelby


Para Shelby Veuthey, que me salvó de lo que hubiese sido el triste destino de abandonar esta vida sin conocer la amistad, y que (tan pronto) se me ha muerto como del rayo...


Ahora me dicen
que estás ahí adentro
y yo me quedo callado
no digo nada
para qué
pero sé
que eso es inaudito, imposible
decir que vos
podés caber ahí
en un pedazo de madera
sería como decir
que estás
en una foto, en tus libros
tu zanella roja eternamente descompuesta
tus tres violines del siglo pasado
todos tus animales que se quedaron solos
o decir que estás
en mi emocionado ya erosionado recuerdo
o en algún lugar
de la memoria del universo desmesurado
pavadas
ignorancia
o licencias de la lengua
yo sé que vos eras
infinitamente
más pequeño y más grande
que todo eso...

Diego Reis
Presentado en la muestra "Espacio de Fuga",
Villa La Angostura, Sábado 12 de Junio de 2010.

Amarillas fotos del tiempo



Job, I, 19

Un domingo
algo familiar
mi abuelo en el centro
sonriendo satisfecho
con su ají y su vasito de vino rosado
después le prohibirían ambos
mi tío cacho siempre serio
cejijunto seguro
escuchando en la radio
las carreras
o la previa de los partidos
mi abuela allá en el fondo
el delantal antiquísimo en pleno vuelo
vigilando la olla o la sartén
mi viejo conversando con mi vieja
en primer plano
hablando no sé de qué
pero se ve que son felices
y a la izquierda
casi fuera de cuadro
yo con un libro en la mano
un libro grueso
moby dick o la guerra y la paz
uno de los clásicos
atento, receloso del inexorable
en la mesa no se lee
la cara redonda
el pelo eternamente desordenado
yo
yo solo
el náufrago
el único sobreviviente
de ese distraído instante...

Diego Reis
Publicado en revista “Desde el Andén”, N°12. Invierno 2010

Hombre del valle


Arrodillado, abrazado
a tu sabia sombra
rezo despacio estas sílabas
entre tus suaves y rosadas bardas
canto
a la ciudad de los charcos eternos
la del viento porfiado y la tibia
floración en septiembre
trabajo y sueño
me acuesto, duermo
y descanso
en la ciudad del sol
casi omnipresente
y al norte
cielos sobre cielos sobre cielos
agua estancada y dioses
de cosmogonías olvidadas
que no saben del tiempo
la ciudad del centro y de los barrios
de desierto, mares y selvas
la de paraísos e infiernos
infinitesimales
ciudad de pobres diablos y de reyes
ciudad de los extremos
ciudad profana y sagrada
única o casi idéntica
a cualquier otra ciudad
propia y ajena
dulce y amarga
suave y áspera
ciudad del valle
hombre del valle
soy, entonces
aquí
trabajo y sueño
aquí me acuesto
duermo y descanso...

Diego Reis
Publicado en periódico “La Comuna”, Lunes 1° de Septiembre de 2008
Aniversario de la ciudad de General Roca

Biografía de un Quijote



Lo hallamos un sábado, después de un almuerzo en casa de unos amigos. Era una siesta clara, blandísima, y él estaba manso, aburrido, como exhausto, frente a una plaza en el centro. Sin embargo, prefiero suponerlo en un principio aún más remoto, diez o doce años antes de nuestro encuentro, según lo atestiguan sus fechas, durmiendo sobre el mostrador de alguna tienda, distraído, esperando su turno.
Cuántos pares de ojos se habrán posado en él, pienso, habrán sopesado su aspecto (a estas alturas, es sólo su aspecto exterior lo que reclama la atención), cuántos pares de manos lo habrán ajado, hojeado y devuelto (acaso algo desilusionados) a su lugar. Lo cierto es que alguien se apiadó al fin de sus pobres marcas visibles (su lomo de edición barata, sus tapas blandas, sus páginas de letra microscópica) y lo adquirió a un precio irrisorio.
No sé cuántas casas lo habrán hospedado en todos estos años, cuántas bibliotecas, pero puedo adivinarlo a partir de las señales que todavía ostenta. Al menos, puedo distinguir tres tipos de letras distintas en sus páginas, notas más bien sosas, no agregan nada al texto original. Es más, me arriesgaría a afirmar que ninguno de esos tres individuos virtuales superó la primera mitad en su lectura (lectura más bien eferente). Desde ese límite en adelante, predomina un aroma de virginidad en sus páginas.
Ni ella ni yo fuimos muy distintos de nuestros invisibles predecesores, debo confesarlo. A ella, en realidad, el ejemplar del objeto (llámese lámpara, mesa o libro) le resultaba más bien indiferente. Lo excluyente para ella era la posesión de un ejemplar de cada uno de esos objetos arquetípicos o platónicos. Llenar la casa, ni más ni menos.
Para mí, era más o menos lo mismo, sólo que en la dimensión de los libros. Lo había leído (o recordaba haberlo leído) dos veces, a los once y a los veinte años, sin aburrirme ni entretenerme demasiado. Sé que, íntimamente, me satisfizo más el plan general de la obra (me refiero al plan de acción, a lo estrictamente argumental, a la idea original del libro) que su ardua, a veces hasta torpe, ejecución. En suma, lo había leído pero no lo tenía.
No sé cuál de los dos lo vio primero, lo eligió y decidió comprarlo en aquella tienda, en esa mesa de saldos, si ella o yo. Nuestras versiones, aún nuestros recuerdos de aquél día (como tantos recuerdos y versiones nuestras sobre tantas otras circunstancias) difieren demasiado.
El punto en cuestión es que no era suyo ni mío. Era nuestro. Por eso, no me interesa gran cosa quién de los dos lo conserve ahora. A pesar de haberlo hallado hoy en una caja rotulada con mi nombre (mi nombre garabateado con su inconfundible letra) ya no me interesa gran cosa su destino.
Por eso lo estoy quemando.

Diego Reis
Publicado en "Antología Literaria Roquense" (Fondo Editorial Municipal, 2007)
Foto: Lic. Lázaro Rosenmacher

Alta traición

Este es un poema maravilloso del poeta mexicano José Emilio Pacheco, acaso su obra más célebre. El poema se titula "Alta traición" y quisiera compartirlo en este Bicentenario de aquel 25 de mayo de 1810. No me atrevería a decir que se cumplen 200 años del nacimiento de la patria, de la libertad, de la independencia o qué. Por lo pronto, es innegable que se cumplen 200 años de aquél 25 de mayo de 1810.

Alta Traición

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
y tres o cuatro ríos.

José Emilio Pacheco

Pedacitos



Contra la dispersión del mundo
y el desorden del universo
un puñado de pequeños
actos, leves
movimientos al despertar
o después de comer
lo que se supone reaciones
en mayor o en menor medida
pataditas
contra la nada
declarando su profunda y proverbial
lucha contra el vacío
explicarlos es atarlos
es hacerlos más chiquitos
es ir contra la corriente
que los trae
ya formados
ya envueltos
ya prontos
pedacitos de vida
retazos del universo...

Diego Reis, del poemario "En busca de lo efímero".
Foto: Cecilia Fresco.

Máquina de escribir



Está mirándome ahora. En cambio, yo no necesito mirarla, no hace falta que la mire para tenerla presente. La veo todo el tiempo, aún con los ojos cerrados, aún estando lejos. Ella lo sabe, sin dudas. Lo sospecha, al menos.
Ella me vigila, me acecha. Muda, me reclama con su silencio insistente. Condescendiente, sabe que tarde o temprano volveré a sentarme frente a ella, a deslizar mis manos, mis dedos sobre su delicada estructura, a jugar esa especie de diálogo, al juego que jugamos siempre. Me la sé de memoria, ella sabe que me sabe de memoria también. Yo sé que le falta la letra “b”, ella sabe que me faltan las ideas a veces. Yo reemplazo la “b” con la letra “o” y le agrego la línea faltante con una lapicera negra; ella salva mi ausencia de ideas respondiendo al indeciso golpeteo de mis dedos derramando seguidillas de letras que se transforman en palabras que a su vez devienen en oraciones, todas de su exclusiva invención.
Esos instantes (esos trances en los cuales no puedo escribir) son los más frecuentes. Ella me salva entonces. Despliega argumentos disímiles, asombrosos (cuyo sentido se me escapa la mayoría de las veces) sobre estructuras narrativas cuya funcionalidad soy incapaz de percibir.
Es una Olivetti línea 88, como lo anuncia un rótulo en su frente y en otro en su parte posterior, casi al final de lo que me atrevería a llamar su espalda: “Olivetti do Brasil s.a. Industria brasileira – Guarulhos – (S. Paulo)”. Fue un regalo de mi ex novia, Selene. Me la regaló un miércoles (o un jueves, no recuerdo con claridad). Su piel es de un color verde agua, terso. Yo no puedo escribir nada sin ella. Y no es romanticismo, nostalgia de lo primitivo, reaccionismo ante el avance tecnológico, ya que a mano (el método primitivo por excelencia) tampoco puedo escribir una miserable línea. Sin ella, no puedo hacer nada.
Un miércoles fue, ahora lo recuerdo bien, en la reunión semanal del Centro de Escritores. Selene trabajó un tiempo en la empresa Olivetti. O me contó que su padre había trabajado varios años allí, o algo así, para el caso es lo mismo. ¿Olivetti habrá sido un tipo?, me pregunto. ¿El inventor de la máquina, del modelo o el capitalista que financió el invento, montó la fábrica y la produjo a gran escala?. Ese miércoles la traje en brazos hasta casa, como unas veinte cuadras. Llegué exhausto y la dejé sobre esta misma mesa donde descansa ahora, frente a la cual ahora mismo estoy sentado, escribiendo estas líneas.
Al principio, la utilizaba sólo para escribir algunas cosas, en casos de emergencia. La usaba. No podía acostumbrarme a ella, en realidad. No lograba hacerme a la idea de ella, a su concepto. máquina a mitad de camino entre lo primitivo y lo avanzado, entre la barbarie y el progreso. Pero ella comenzó a absorberme , poco a poco. En las siestas vacías y en las noches llenas de insomnio, hacía su trabajo. Ella me hipnotizaba.
Ella me hipnotiza. A veces la miro durante horas sin saber bien por qué. Tomo mate y la miro, leo algún libro para distraerme de su presencia y aún sigo atisbándola cada tanto, como si quisiera certificar que ella está bien, que todo está en orden. Una vez (lejos, en el trabajo) intenté evocar su imagen y descubrí casi asombrado que recordaba exactamente la disposición de sus teclas sin realizar ningún esfuerzo aparente. Ahora sé que me la sé de memoria.
Y sin embargo, no. Todavía no. Aún no. Aún hay cosas de ella que desconozco y que me intrigan hasta la desesperación, hasta lo inexplicable: una letra “z” grabada en su costado derecho, en ese mismo costado su piel derretida, dañada por el fuego, algunos rasguños, cicatrices, ciertas manchas de pintura y ciertas teclas que aún ignoro para qué sirven.
Ya no puedo escribir nada sin ella. Inútil es intentar evitar nuestros encuentros; a lo sumo, sólo consigo retardarlos. Más tarde o más temprano, no puedo resistir y caigo una vez más a sus pies y la dejo hacer. Lo extraño, lo casi hermoso, es que ya no tengo que pensar, no tengo que hacer nada. Escribir es ya un acto automático para mí, porque ella lo hace prácticamente todo.
Hace tiempo he dejado de entender lo que escribo, de intentar entender. Simplemente me limito a dejarme llevar. A ella es a quien se le ocurren las ideas.
Yo soy la máquina de escribir.


Diego Reis, de la serie “Correspondencias secretas”.
Publicado en revista “Desde el andén”, N°6, Otoño 2008 y en el libro "Quemiércoles" (Fondo Editorial Municipal, 2010).
Ilustración: Luiso Ligarribay.

Epílogo histórico, por el Licenciado Lázaro Rosenmacher



Cuando descubrí a Diego Reis tendría unos dieciséis, diecisiete años. En ese entonces, estaba escribiendo un extenso poemario de innegable influencia simbolista titulado “Laodicea”, en doble alusión a la ciudad bíblica y a la obra homérica. Este barroco volumen, según supe, fue convenientemente entregado a las llamas.
Si tuviese que arriesgar alguna definición de Diego Reis, diría que es el poseedor de una memoria acaso excesivamente hospitalaria y una prácticamente incansable capacidad para la observación y el análisis. Todo lo cual para un poeta sería desastroso, sino viniera en su salvación esa voluntaria tendencia suya de combinar, de falsear, de abstraer. Lector empedernido de los griegos, buscador infatigable de las fuentes. Si en algo nos parecemos, pienso, es en el afán de registrar.
“El charco eterno” (opera prima de Diego Reis) no es una simple reunión arbitraria de cuentos: es el conjunto firme, homogéneo de nueve relatos donde todas las palabras están “mirando para el mismo lado”, según el decir de Stevenson.
Reis deliberadamente nos presenta a sus personajes como prisioneros de un lugar o una condición: un colectivo, una celda, una casa, una familia.
En “El charco eterno” el tiempo es tratado espacialmente, como lugar de encierro, y, flotando siempre, la imposibilidad de escapar, de salvarse; eso que Piglia definió alguna vez como “el lugar arltiano”.
En alguna parte de la copiosa obra manuscrita de Reis he leído alguna vez que reducir a un hombre a una anécdota es acaso desmerecerlo, pero que no lo es menos el hecho de reducirlo a un nombre o a un título.
Básteme referir que, estando en cierta ocasión escribiendo intempestivamente, como cada vez que lo asalta la inspiración (cree furtivamente en la inspiración, aunque en su discurso reniegue de ella), y habiéndole yo señalado una taza tirada en el suelo, escurriendo un inidentificable líquido negruzco, sin despegar la vista del papel (donde las palabras volaban) sentenció:
“Tengo muchas cosas en la cabeza. Ninguna se parece a una taza”.

Lic. Lázaro Rosenmacher
Villa La Angostura, Septiembre 2009

Foto: Lic. Lázaro Rosenmacher

Sobre "El charco eterno", por María Inés Arce



Una presentación es una arrogancia. Supone que alguien sabe más de lo que va a presentar que aquellos que escuchan. No es así. Porque la mayoría de quienes estamos aquí sabe algo de lo que escribe Diego Reis y de Diego Reis también. Propongo entonces copensar acerca de este libro que se llama “El Charco Eterno”, editado por El Camarote Ediciones en diciembre de 2009, y acerca de su autor.
Además de lo publicado en la solapa, el autor es también poeta, escribe desde antiguo y trabaja obstinadamente para construir su destino -valga la contradicción- de escritor. Borra toda pena con la música, deja flotar la reflexión en el brillo de un vaso de vino, despierta el día con un mate. Bajo sus pies crece la amistad, ofrece mesa y casa a los amigos. Ama los senderos silvestres y la luz de este valle.
Cuando tratamos de hablar de una obra conviene separar obra de autor. Separada la obra, toma vuelo por sí misma. Pero vamos a atraparla, lo vamos a intentar. Esta es una narración altamente contaminada por innumerables otros autores que están vivos, como funcionando en las páginas en una amalgama viva y locuaz. Una amalgama doble donde no es sólo Borges o Arlt o Berger o Faulkner o Irving u Onetti sino que son todos más el oído, más la mirada lo que constituye el universo de este libro y de otros que están a la espera de que lleguen a nosotros.
Me adentraría en la cosmovisión reisiana excavando rocas como los esclavos pero gozosamente y diría que se encuentran elementos imaginarios que lindan con lo fantástico y elementos oníricos ficcionales -se inventan los sueños- donde la inspiración camina en esos sueños. Dice el primer relato, “Kyrie”:
“Ella me hipnotizó. Me hizo caer en un trance, me hizo alucinar. Entre las fantasías más porfiadas, la nena crecía, se volvía gigante; en otra, se desnudaba delante mío y comenzaba una danza grotesca, imitando los movimientos de una oruga...”
Y en esa danza con esa inspiración hay música, cada momento del relato es un largo, un tempo que merece un tiempo. Hay sensación del tiempo, del gris nublado, de martes. Sensación de martes. Pareciera que un destino fluye casi imperceptible en un milagro que miramos sin ver, en el impulso de desviarse a un pueblo no conocido e incluirse en una procesión, en un hombre que va a cometer un crimen porque esa es su condena.
Hay misterios, no atribuciones de causalidad entre hechos, relaciones no aparentes, observación de microelementos con que crear un universo y desjerarquizar la importancia: todos los aconteceres, las cosas, la luz, se equiparan en una unidad. Y hay una indagación de las causas de hechos cotidianos a través de la percepción.
“Hombre de las preguntas”: “Es fantástico mirar el techo. Está lleno de cosas. Goteras, grietas, rincones de luz y rincones de sombra. Es divertido, además. Es rítmico el techo, es de una letanía absoluta y asombrosa. Hay segmentos que se repiten, hay otros que cantan a la octava, hay otros que son disímiles. Pero todos se complementan, se contraponen. Es una unidad holística, siempre mirando para el mismo lado, siempre en el mismo tono. el techo está afinado.”
Hay elementos cabalísticos que otorgan poder a los nombres, a los días y -como dice el epiloguista- cierto tipo de encierro. En “Credo”, en uno de los breves diálogos encontramos:
“-¿Acá vive la tía?- preguntó Santiago el mayor, que iba hojeando una revista”. Y más adelante: “-Papá no está en el mapa- recordó Santiago el menor”.
Y hay poderosamente un indagar en la memoria, trágicamente: mueren algunos recuerdos. Pero, ¿en qué lugar están? ¿Quién los relaciona para que así vuelvan como símbolos imperfectos, al decir del autor?.
“El charco eterno”: “No sé, lo cierto es que el charco era algo, una cosa que, al menos, me lo recordaba. Guardaba algo suyo. Me lo traía, tan vívido a veces. Pero ahora lo lapidaron, lo sellaron, se lo llevaron hace tiempo. Y tal vez, de ahora en más, yo ya no recuerde a ninguno de los dos por sí mismos sino, apenas, como un vago, imperfecto símbolo del otro”.
Porque hay una patria antigua en la zona escrita por Diego Reis, lo inhallable es dónde habita, como decíamos recién. Dice un poeta amado por Diego: “¿Dónde estarán?, pregunta la elegía/ de quienes ya no son, como si hubiera/ una región en el que el Ayer/ pudiera ser el Hoy, el Aún, el Todavía” (Jorge Luis Borges).
También Paul Klee, pintor suizo-alemán, me ayudó a pensar cuando me dijo: “¿Qué crea el artista?/ ¡Formas y espacios!/ ¿Cómo los crea?/ Elige proporciones”. La estructura de los relatos reisianos es proporciones en equilibrio. Pero cómo va apareciendo la estructura. Va apareciendo a partir de ponerse a pensar la búsqueda de sentido, después se ve cómo se puede armar el texto, cómo se puede armar la totalidad a partir de series. Son partes ensambladas que no parecen agotar sus posibilidades.
A veces el punto de partida tiene que ver con la escucha de lo que dicen ciertos objetos, que desde este punto de vista podemos llamar verbales, objetos verbales que nos hablan y por lo tanto requieren una escucha. Dice un autor, Ricardo Zelarrayán, argentino, que está en una pizzería y oye una conversación y que de ahí “salen cosas”. De un charco que permanece en una calle también salen cosas: un modo de tratar la imagen. Después hay que poner la mirada para que no salga un híbrido en el tono.
Para finalizar, me gustaría opinar: lo relevante no es un cuento, unos cuentos, sino encontrar un sistema que permita elaborar un discurso para la escritura. Eso es lo que creo que halla Diego Reis y que seguirá agrandándose a partir de esta obra.
La impresión final que nos deja es la de transmitir lo que la experiencia de lector le ha enseñado, y es a reconocer la literatura.

María Inés Arce, domingo de otoño, 21 de marzo de 2010

Presentación de "El charco eterno", por Silvia Sánchez




El libro "El Charco Eterno" (El Camarote Ediciones, 2009) fue presentado el domingo 21 de Marzo de 2010 en la cervecería Bahía Creek, de General Roca. Además del escritor, contó con la presentación de las cantantes Cecilia y Mariana Benítez, el guitarrista Adrián Díaz, Guiller y Donky Huayquimil (del grupo Fénix) con Lalo Lara como cantante invitado, las bailarinas Marcela Gaitán y Liliana Huenchul y el Centro de Escritores de General Roca. Estas son algunas fotos de esa noche y, además, el texto de introducción de Silvia Sánchez, quien ofició de coordinadora del evento.

Presentación

Gracias por venir y compartir todos este momento tan importante. Es una ocasión para alegrarse y festejar. El primer libro no es cualquier cosa, y la primera presentación de ese libro, mucho menos aún.
Y Diego es un escritor. Bienvenido también. ¿Cuándo nació el escritor? No lo sabemos, ni lo sabremos nunca. De hecho, todos alguna vez hicimos poemas, escribimos diarios, nos inventamos personajes; y muchos de nosotros -aquí presentes- nos hemos animado a creer en esas letras, al punto de dejar que ese creer se convirtiera en una parte constante de nuestras vidas.
Claro, ahí nace una parte del escritor: el constante.
¡Lo constante no quita lo valiente! Diego es valiente, es uno de los pocos escritores que conozco que tiene el convencimiento de eso que hace -escribir- y que lo ha convertido en eso que es -un escritor-.
He conocido a un Diego que ha elegido las letras como su definición de vida, he visto a un Diego obsesionado con una idea convirtiéndola -como solo un demiurgo lo hace- en un mundo y sus reglas.
Diego es constante -valiente- y talentoso. Autodidacta, apoyado en lo que ama desde el convencimiento de que se puede vivir al 80% con eso, por eso, sin conceder lugar a las distracciones.
Eso admiro de Diego y aplaudo.
Y quiero agradecer a Diego Rodríguez, a Diego Reis, por haber elegido este lugar y esta gente que nunca va a dejar de ser su gente, para hacer su primera presentación de su Charco Eterno, uno de los mundos ya viviente y tangible que este verdadero escritor ha tenido el orgullo de concebir, y que hoy, nacido en libro, regala a la sociedad.
Quiero, por último, disculpar al licenciado Rosenmacher, que tan generosamente ha acompañado siempre a Diego, y esta noche, nuevamente, no podrá dejarse ver porque está en una convención.

Silvia Sánchez

martes, 1 de febrero de 2011

Duende eléctrico



Duende eléctrico


Sobre las piedras
los panes y los peces
andando
multiplicando los ecos
duende eléctrico mío
y tuyo

vamos y vamos...


Diego Reis, del poemario "La anchura y la llanura".
Este poema integró la muestra colectiva itinerante "Foto Texto Grafos", que convocó a escritores y fotógrafos roquenses en Diciembre de 2009.
La foto que acompaña al poema (y completa la obra) pertenece al fotógrafo Gustavo Miranda.

Color local


Color local

Bardas
viento valle viento
bardas



Diego Reis, del poemario inédito "En busca de lo efímero".
Este poema (pletórico de localismos) forma parte de la muestra colectiva itinerante "Foto Texto Grafos" que reunió a escritores y fotógrafos roquenses en Diciembre de 2009.
La fotografía que acompaña al poema (y que completa la obra) pertenece al fotógrafo Sergio Bonicatto.

Reseña a "El charco eterno", por Alejo Stopansky


Declaro que esta reseña es posible gracias a la licencia que tomo prestada del lector atropellado, a veces supersticioso, a veces profano. Tengo delante de mí "El Charco Eterno", serie de relatos plumeados por Diego Reis y editados por la pujante editorial El Camarote. Nuestro mayor autor decía que los novelistas presentan su recuerdo de la realidad ya revisados y ordenados por la memoria, y que ese proceso nada tiene que ver con los tiempos verbales que se utilicen. En sus textos, Reis parece complacer a esa regla borgesiana porque a sus personajes uno los puede conocer por cómo hablan. También por los hechos que cuentan. Próximos a los de novela, poéticos en su discurrir, casi como si estuvieran recitando dentro de la ficción misma: “Los finales son falaces...”. O cuando otro juzga: “Luego del período de obvias negociaciones...”. O: “Las cosas no esperan”.
Escojo los más felices para mí, aunque no estoy muy seguro de aquilatarlos como los mejores (el académico lector ya sabrá hacerlos competir en su íntima carrera de reyes): la trama del inaugurador “Kyrie” y su menos increíble que inconcebible final; la trama de “Sin Título”, donde arriesgo a exponer que el narrador cuenta en un tono de morosidad desesperante; la vertiginosa trama de “Obras Incompletas”, que nos concita a leerlo en voz alta. Creo que los dos primeros juegan con el misterio de la causalidad, al que solemos reducir a la esperanza del azar.
Hay un personaje cuyo carácter lo siento afín a un héroe imaginado por Herman Melville. Preferiría no hacer deambular al lector por las elefantiásicas páginas de “Moby Dick”; preferiría sugerir la eficacia del amenísimo “Credo”.
“El Charco Eterno” tiene una construcción que condice con el epígrafe que enarbola. La disposición es lineal; la narración es regresiva y sinuosa. Entiendo que al autor le atañen por igual la calidad estética, los experimentos narrativos y el tiempo psicológico del personaje. “Virginia en Once” es íntima, es cándida, es una heroína que yo quisiera encontrar en la parada de Mitre y Maipú o en cualquier estación imaginaria.
Párrafo individual merece “Culpabilidad”, acaso el más logrado de la serie, a lo mejor en él Reis combina muchas -pero no todas- sus virtudes: remite al universo kafkiano. Innegablemente, no hablo de esa angustiosa disposición burocrática de fiscales, abogados, jueces, testigos y guardia cárceles.
Héctor Bianciotti –en una obra de cuyo nombre me he querido olvidar- propone que la mayor aspiración de la literatura consiste en remedar la palabra hablada. Los relatos de Reis son literal testimonio de haber acogido con holgura esa pretención.

Alejo Stopansky

Mona Lisa encuentra a Buda


Este es un cuento maravilloso de Spencer Holst, uno de mis ídolos y acaso el escritor con el que aprendí a leer. Forma parte del libro ya antológico "El idioma de los gatos", hoy casi inaccesible, que publicó De La Flor (1972) y que reeditó en los noventa, con un prólogo genial de Rodrigo Fresán.

Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon y Mona Lisa entró por un extremo de una pequeña sala en la que colgaban muchas cortinas.
Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, ondularon, ondularon, y el Buda entró en la sala por el otro extremo.
Se sonrieron.


Spencer Holst, del libro "El idioma de los gatos" (Ediciones De La Flor, 1972)

El charco eterno


“...entonces el tiempo se convierte en tu desdicha”.
William Faulkner

13 de enero. Llueve desde hace tres días. Estoy escribiendo, quizá impulsado más por la necesidad de hacer algo que por la necesidad de contar nada. Estoy escribiendo, como otros hacen ejercicio, trabajan o miran televisión. Para poblar el tiempo, para variar esta enfática mediocridad, para no embrutecerme o para terminar de embrutecerme del todo.
De cualquier forma, no hay demasiado que contar, al menos en lo que respecta a hechos físicos. Probablemente, más tarde o más temprano, termine escribiendo de él. Quizá sea lo único que refiera, directa o indirectamente.
Se lo llevaron hace mucho tiempo, y lo raro es que tal vez ya ni siquiera lo recuerde por sí mismo, sino, apenas, como un símbolo.

15 de enero. Éramos chicos. Desde que habíamos empezado a cursar a la mañana, íbamos todas las tardes, a las cinco en punto, a la salida de la escuela de las monjas, para ver a las chicas en polleritas. Por supuesto, los días de viento eran una fiesta para nosotros. Ahora, en cambio, en esta masa de altas e incoloras construcciones, el viento es tenue, uniforme, casi ausente. Los días apenas muestran diferencias. Pero entonces y allá, no. Papá estaba vivo, aunque lo veíamos a las perdidas. Era para mí (y eso es, acaso, lo único que no ha cambiado) un fuerte, incomprensible olor a plástico, una extraña palmada en la cabeza y el ruido tintineante de las llaves.
No sé si habrá sido algo diferente para él.

17 de enero. Hacíamos lo que nos daba la gana, desde siempre, desde que tengo memoria. Y si la escuela vino a interrumpir nuestra libertad, con el tiempo fue convirtiéndose en una excusa más para estar fuera de la casa la mayor cantidad de tiempo posible.
Otra fiesta era la lluvia, a pesar de que entonces (y como única excepción) no nos dejaban salir. También con el tiempo supimos aprovechar ese raro, arbitrario encierro. Nuestra calle se inundaba completamente. La calle entera era un solo charco. En el invierno, no alcanzaba a secarse entre una lluvia y la siguiente. El charco eterno, le decía él. Yo era el mayor, yo era la fuerza, pero lo admitía entonces y lo admito ahora: él era el de las ideas, el genial.

Más tarde, ese mismo día. Era pura tierra el barrio, entonces. Y cuando llovía, era pura agua. No había término medio, no conocíamos el barro. Desde esta misma ventana, veíamos crecer el nivel del agua, milímetro a milímetro, hasta alcanzar la vereda. Atestiguábamos agigantarse el charco, ansiosos, ya entreviendo el agua oscura destilando de las ropas de los transeúntes, ya riéndonos desde antes. Desde esta misma ventana, ahora perpetuamente clausurada, le tirábamos piedras al charco eterno.
Estoy escribiendo día por medio, sólo en días impares, no sé por qué.

18 de enero. Hoy escribo, más que nada, para romper esta imparidad que estaba sosteniendo. No quiero transformar esto en alguna especie de rutina, ni siquiera en una relación lineal. Tal vez no me conduzca a ninguna parte. Tal vez, elípticamente, ya lo he dicho todo.

19 de enero. Recuerdo, intento recordar, la semana anterior. Esa semana había llovido, no con demasiada intensidad, pero sí sostenido. Nosotros ya estábamos temiendo un fin de semana enclaustrados, así que cuando el sábado vimos renacer un cielo despejado, respiramos con idéntico alivio. La abuela había venido a cuidarnos, porque mamá había tomado unas cuantas guardias corridas en la clínica. Doble alegría. La abuela rezongaba mucho, pero veía poco. Además, se dormía a cada rato. Definitivamente, no era rival para nosotros. Después del desayuno nos escapamos. Decidido explícita o implícitamente, sabíamos que no íbamos a volver sino hasta muy tarde.

20 de enero. Anoche tuve este sueño: estoy en Italia, a mediados del siglo XIX, en una biblioteca descomunal. Me acompaña un tipo grande, gordo, de unos cincuenta años: es Marlon Brando. Buscamos un libro que no podemos encontrar, un libro prohibido. Finalmente, en unos anaqueles roñosos, clausurados con una lona, lo encuentro. Marlon Brando simula un ataque de epilepsia para distraer la atención, y yo huyo por una puerta trasera. Vuelvo a casa, ya es de noche. Siento que he sido perseguido, que me vigilan. Hay alguien apostado en la puerta. Me he convertido en un peligro para ellos (¿para quiénes?), se está preparando un ataque en mi contra. Miro por la ventana que da al patio del fondo, imaginando un posible recorrido en caso de tener que huir. Advierto que las persianas están clavadas a los marcos. Alguien, concluyo, debe haberlas clavado en mi ausencia. Me comprendo atrapado, irremediablemente perdido. Entonces, me siento, tomo el libro y comienzo a leerlo, muy tranquilo.

21 de enero. Teníamos todo el tiempo del mundo pero, de todas formas, siempre corriendo, pasamos a buscar a los mellizos Del Pozo y a Fernández. Todos vivíamos en la misma manzana. Nosotros éramos los que pasábamos a buscar a los demás, indefectiblemente, supongo que porque desde un principio había quedado establecido así en el grupo. Había premisas internas tácitas, fundamentales: los mellizos pagaban casi todo, Fernández era el más serio (quizá por eso le decíamos, al principio en broma, simplemente Fernández), nosotros éramos la columna vertebral.
En esa época, se nos había dado por ir a la casa del Parpa, un chico de nuestra escuela, pero que vivía como a veinte cuadras. Nos instalábamos ahí todo el día, sin ningún tipo de vergüenza. Tomábamos la leche, jugábamos a las cartas, mirábamos la tele y, de paso, mirábamos a la hermana, que estaba en séptimo. La espiábamos, en realidad. Pobre Parpa, tu hermana fue siempre tu boleto de entrada, tu crédito siempre abierto, pero fue también tu eterno martirio.
Le habíamos puesto Parpa porque tenía la costumbre, el tic supongo, de parpadear cada dos palabras. Palabras y no segundos, porque cuando estaba callado no parpadeaba. Pero bastaba que enunciara una frase mínima para que se largara a parpadear como un desenfrenado. Nos mataba de risa.

23 de enero. Soñé esto: tenía ocho años. Entraba a jugar a una casa abandonada. Era una siesta de verano, mansísima. De repente, ruidos antiguos, dormidos, comienzan a despertarse: pasos, una mujer meciendo un carrito, cantando una canción de cuna, hombres discutiendo. Los sonidos comienzan a multiplicarse y a superponerse. También, comienzan a surgir en escena cosas desdibujadas, casi materiales, pero yo entiendo que son recuerdos, apenas ecos de imágenes. Se me acercan, me abordan. La intensidad de ambas presencias se vuelve insoportable y yo caigo al suelo, retorciéndome, apesadumbrado por imágenes y sonidos que están en pena, que buscan alguien que los conserve.

25 de enero. Comimos en casa del Parpa. Después nos aburrimos y fuimos a jugar al fútbol a la plaza. Se hizo muy tarde. Tuvimos que volver corriendo.
He vuelto a escribir solamente en días impares. Voy a dejarlo así.

27 de enero. Ansiaba este momento, ahora que lo había instaurado. Elegía las palabras, medía las frases. Pero he descubierto, releyendo, que estoy transformándome, con o sin verdadera intención, o un poco de ambas cosas. Lo cierto es que este no soy yo. Es decir, no soy exactamente, totalmente yo. Esto es demasiado literario para ser un diario. Voy a ponerle un fin, pronto.

3 de febrero. Estábamos como a cuatro cuadras. Era una carrera. Desde la esquina, alcancé a ver la casa totalmente a oscuras. No había peligro: la abuela dormía, seguramente. Yo era más rápido que mi hermano, le llevaba varios cuerpos de ventaja. De repente, me pareció oír un grito o algo parecido a mis espaldas, pero no me dejé distraer. Llegué primero, y me quedé ahí, medio encorvado y con los brazos en jarra, recuperando el aliento.
Pero él no llegó. Cuando levanté la vista, no estaba en ninguna parte. Enseguida, pensé en una broma (él siempre estaba haciendo esa clase de cosas), pero tuve que descartar esa hipótesis de inmediato. Salí corriendo, disparado, hacia él. Estaba tirado, boca abajo en medio de la calle inundada, a unos sesenta o setenta metros de la casa. Se le veía apenas un manojo de pelos.
La calle estaba desierta. El barrio era una tumba, más que nunca. Lo levanté como pude, diciendo su nombre, gritando. No reaccionaba. Lo llevé, arrastrándolo, medio sollozando todo el camino, hasta la puerta de casa.
Ahí nos encontraron, no sé cuánto tiempo después.

8 de febrero. Estoy en un pozo. Ya no le encuentro sentido a continuar con esto. No sé bien qué orientación darle ahora, para qué además. Más me hubiese valido unir, una detrás de otra, hileras de palabras no demasiado arbitrarias.
He equivocado el camino. Ahora está cerrándose sobre mí, otra vez.

8 de febrero, cerca de la medianoche. No acabo de hacerme a la idea de que ese hecho sea consecuencia o causa de algo. Prefiero imaginarlo aislado de la continuidad temporal (si es que en verdad existe algo así), ocurriendo solamente en el espacio. Menos me duele pensarlo como un signo, como una premonición. O un hecho llano, suelto, puro.
Pero estamos atados a la causalidad, somos hijos de la causalidad y, eventualmente, siervos. La vemos pacer, cansina, casi vegetando, uniendo con pulso tranquilo los vagos acontecimientos de nuestras vagas vidas. Creemos entenderla quizá, teniéndola siempre a mano. Pero un día se desboca, rompe el invisible yugo y patea como una mula mañosa. Saca un piano de la chistera y te aplasta.
A él se lo llevaron, un par de meses después. Ya no podía vivir con nosotros, dijeron.

14 de febrero. Hoy dejó de llover, al fin. Desde la ventana, vi a la vida despertarse nuevamente, en un rito antiquísimo: un par de viejos afloraron a los patios, se dejaron oír algunos pájaros. Pero fue sólo durante un exangüe cuarto de hora. Pronto, la noche se hizo presente. Fue surgiendo, cobrando progresiva nitidez, comiendo perezosamente al barrio, hasta hundirlo en la escuálida quietud de la que, al rato nomás, pareció no haber sido arrancado nunca.
Si antes, después de una lluvia, la calle se llenaba de charcos, se convertía toda en un solo charco, ahora todo es liso, llano. El agua, quién sabe a dónde va. Golpea contra el asfalto y desaparece.
No sé, lo cierto es que el charco era algo, una cosa que, al menos, me lo recordaba. Guardaba algo suyo. Me lo traía, tan vívido a veces. Pero ahora lo lapidaron, lo sellaron, se lo llevaron hace tiempo; y tal vez, de ahora en más, yo ya no recuerde a ninguno de los dos por sí mismos sino, apenas, como un vago, imperfecto símbolo del otro.

Diego Reis, del libro “El charco eterno” (El Camarote Ediciones, 2009).
Foto: Shelby Veuthey

Lo que está y no se usa nos fulminará


Este es un poema excelente, "cortazariano" me atrevería a decir, de Ricardo Arriagada, llamado "Pensando". La alusión al tema "Elementales leches", de Spinetta, es clara y declarada por el autor. También puede oírse la versión maravillosamente leída por Marcelo Marán, en el disco cuádruple "Al flaco, dale gracias".


Me preguntaba
para qué el pasaje San Ignacio,
para qué el segundo nombre de mi amada,
para qué el color terracota en general
o la revolución cultural en el estado chino
o el raro formato de algunos peines
o las vacaciones pagas de operarios difuntos...

En fin, me interrogaba
sobre los perros diminutos y ruidosos,
los aros en el vientre de una mujer gorda,
las maldiciones en dirección al cielo nocturno,
o esas antiguas lenguas nórdicas
o el inmenso estadio de Ferro...

Es decir, me preguntaba
en nombre de qué son necesarias
aquellas aguas estancadas,
tanta solidaridad con los esclavos neozelandeses,
el orden de los cubiertos en la mesa...

Y he consultado además,
filiación, aspectos básicos, nombre y dirección
de lo decorativo últimamente,
de lo que está y no se usa.

Ricardo Arriagada.
Foto: Paula Salvucci

Informe general del tiempo

En las intrincadas calles de un arrabal de Grecia
dos hombres han conversado un tarde:
uno buscó una definición fantasmal
y el otro quiso desentenderse
del tiempo, que es el animal
que los devoró a los dos.

En las pobres construcciones de la memoria,
los hombres y los lugares son
apenas accidentes, apenas
paréntesis rengos
en una historia ciega.

Padres adoptivos,
hijos naturales,
híbridos mezclándose
en un juego de aristas duras,
de almas marcadas.

Oscuros hombres y oscuras mujeres
entreverándose en rincones
domésticos y trágicos.
Al final, la vida
es bastante elemental
en el llano de los hechos.

Respirar, comer,
andar, tal vez amar,
construír y destruír tanto,
y a fuerza de fallar,
entender
que cualquier orden es increíble,
que el tiempo es una esfinge oxidada,
una bestia tartamuda y distraída
hablando sola.

Hoy es lunes por la mañana
en mi barrio, hoy
juro que me da una mezcla
de felicidad y tristeza
mirar
a dos viejos conversando.


Diego Reis, del poemario "Lo levemente ajeno".
Publicado en "Antología poética roquense" (Fondo Editorial Municipal, 2007).

Biografía


Un hombre nace
con todas las puertas abiertas
y hace todo lo que hace,
llora, mira y quiere,
con el corazón descalzo.

Pero mientras crece
o en un instante equis de su vida
aprende o alguien le hace aprender
que no está bien
mostrarse así.

Entonces
se va cerrando
poco a poco,
se va volviendo un extraño
con todo lo que lo rodea,
con todo lo que ve, toca y siente,
hasta llegar al punto irreversible
donde hasta lo familiar
se va tiñendo de matices desconocidos.

Así, el hombre va volviéndose
un marginado, un paria, un pobre diablo
en un mundo lleno de pobres diablos.

A medida que avanzan los años
va alimentando su propio universo,
lo va poblando
con recuerdos y esperanzas, caricias y gestos
que tal vez nadie más que él conocerá:
con manchas, sonidos y colores,
con aromas, placeres y cristales,
con miradas inocentes y encarceladas,
con lluvias mezcladas con atardeceres.

A dónde van
todas esas cosas
cuando ese hombre muere:
nadie sabe, pero
siempre, en todas partes, todos
somos ese hombre.


Diego Reis, del poemario "Lo levemente ajeno".
Publicado en el periódico "La Comuna", Diciembre de 2005.
Foto: Cecilia Fresco

Qué es Animal del Tiempo


1.
Soy del tiempo, a pesar de todo.
Mi historia ocurre (en parte) en función del tiempo. Esa parte es la biológica, mi animalidad, es el cuerpo sucediendo, percibiendo, respirando, alimentándose, descansando, declinando, muriendo.
Pero que quedaría de mí si me sacaran el tiempo. Quedaría lo no animal, supongo. El monstruo, lo que existe en mí ex nihilo, lo que quiere persistir en mí a pesar de todo.
Quedaría el alma, supongo.
Que es lo que le queda a uno cuando le quitan el cuerpo.

2.
Quisiera ser uno u otro.
Ser las dos cosas es una incómoda aberración, una dualidad que me debilita. Mi cuerpo no puede ser cuerpo en toda su capacidad, mi alma no puede ser espíritu en toda su plenitud.
Por eso avanzo a oscuras, tropezando. Ni siquiera a oscuras, sino entre grises y pardos, claroscuros, dudas. Mi cuerpo duda de lo incorpóreo mío, mi espíritu duda de mi corporeidad.
Por eso avanzo inventándome, como todos, el camino, el caminar, la razón o la necesidad para el camino, la razón o la necesidad para el caminar. Inventándome, de a ratos, la presunta determinación o la presunta libertad, lo que eventualmente me convenza, me sostenga mejor.
A veces (ya casi todo el tiempo) desearía dejar de ser lo que soy. Ser, sustancialmente, algo más o algo menos. Pero es muy difícil no ser quién uno es, dejar de ser lo que uno es en esta realidad, abandonarse.
Es prácticamente imposible por esta breve, incuestionable razón: Si uno no es lo que es, ¿qué otra maldita cosa va a ser?

3.
Soy, entonces, esto: un animal en el tiempo. Un animal del tiempo.
Tal vez, pienso, nunca llegue a ser verdaderamente un hombre. Tal vez siempre seré esto que ahora soy.
Apenas algo en los alrededores o en los límites de un hombre.

Fragmentos de la novela de Diego Reis "Animal del tiempo".
Foto: Paula Salvucci

Presentación



Diego Reis nació en La Boca y creció General Roca (Río Negro). Desde los 19 años es integrante del Centro de Escritores de esa ciudad, con el cual ha publicado la novela colectiva "El hombre de traje blanco" (PubliFadecs, 2002)y edita actualmente la revista literaria "Desde el andén".
Ha sido becado por Fundación Antorchas y FundeSur (2002-2003) y por el Fondo Nacional de las Artes (2007) para participar de los talleres de análisis y proucción de Narrativa, donde estudió con los profesores Marcos Mayer y Leopoldo Brizuela, y Vicente Battista, respectivamente.
Sus textos han sido publicados en diversas revistas, periódicos, blogs y antologías, entre las cuales cabe destacar las primeras "Antología literaria roquense" y "Antología poética roquense" (Fondo Editorial Municipal, 2007) y "Estación Trece" (FEM, 2008), fruto de los encuentros de la Beca del Fondo Nacional de las Artes.
En el 2008, fue seleccionado por escritores de toda la provincia para integrar (junto a otros veinte poetas) el volumen "Poesía Río Negro, II. Poesía consultada y comentada".
Recientemente, ha publicado su primer libro de cuentos, "El charco eterno" (Ediciones El Camarote, 2009)

Foto: Cecilia Fresco