jueves, 3 de febrero de 2011

Dios, el mamboretá y la mosca


Este es un texto del libro homónimo de Thomas Moro Simpson. Un libro perfecto. Yo diría que este libro, "El idioma de los gatos", de Spencer Holst y "Los adioses", de Juan Carlos Onetti, me enseñaron tanto a escribir como a leer.

Los griegos lo llamaban “El profeta”. Y el entomólogo Fabre, a quien debo esta información erudita, lo llamó “el tigre de los insectos”.
Con tales antecedentes acerca de su condición entre criminal y sagrada, lo encontré un día sobre la mesa de un bar próximo a la Boca. Me senté y estuve a punto de preguntarle, con la voz crédula de los niños: “Mamboretá, ¿dónde está Dios?”.
Esta vieja pregunta subyace en la obstinación de filósofos y teólogos por hallar un orden secreto, o al menos una motivación invisible (que podría ser arbitraria), en el caótico devenir del cómo y del por qué ha dado lugar a discutidas murmuraciones, que pretenden dirimir responsabilidades cósmicas. Según una insinuación del poeta Fernando Lorenzo, “se le ve al hombre el hilo con que Dios lo maneja”. ¿Pero dónde está Dios, mamboretá?
El mamboretá responde a esta pregunta señalando el cielo con las patas delanteras. Algunos sospechan, sin embargo, que su respuesta contiene un elemento de ironía satánica. Sea como fuere, yo no hice la pregunta; la edad me ha vuelto reservado y prudente, y opté por limitarme a observar.
El mamboretá se hallaba inmóvil. Sus cuatro patas traseras, como finas y tensas ramas verdes, sostenían un largo tallo del que surgían dos brazos -o patas- laterales, y en cuyo extremo vigilaba una cabeza impasible. La cabeza me recordó que el mamboretá es un animal; pero su cuerpo verde y ramificado sugería un vegetal en acecho.
De pronto extendió una de sus patas delanteras con el propósito de atrapar una mosca fugitiva, y a partir de entonces reiteró el ataque hasta que sus garfios sujetaron la presa. En esta operación movía solamente su pata izquierda; el resto del cuerpo continuaba inmóvil, lo que añadía a la hibridez biológica del mamboretá un tercer elemento de frialdad mecánica.
Lo ví con mis propios ojos, en la esquina de Montes de Oca y Suárez: el mamboretá, que tenía agarrada a la mosca con los garfios de la pata izquierda, la colocó en seguida sobre la parte interior de la otra pata. Me acerqué y ví que la infortunada mosca yacía sobre una hilera de filosos dientes; la sierra se dobló hacia dentro, y la mosca dejó instantáneamente de pensar. En efecto: la cabeza de la mosca quedó separada del cuerpo en forma definitiva. Entonces el mamboretá comenzó a devorarla lentamente, sosteniendo el manjar con las dos patas. El festín duró largo rato, hasta que la cabeza del díptero fue deglutida íntegramente por el dinámico profeta. Cuando éste acabó su obra unió con devoción las patas delanteras, y en postura de caníbal creyente pidió perdón a Dios por sus horrendos crímenes.
¿Y Dios, mamboretá, dónde está Dios?
Probablemente –me dije-, mientras el mamboretá deglute a la mosca Dios revisa con angustia los mecanismos del universo. Esta hipótesis ha sido confirmada por Darío, quien relata el infortunio de una paloma devorada por un gavilán “infame” (sic), que “con furor se la metió en el buche” (sic). De acuerdo con la versión del poeta, en el instante en que el gavilán consumaba el palomicidio el Autor del Universo tuvo la sospecha de un error inicial:
“Y entonces el buen Dios, allá en su trono,
mientras Satán, por distraer su encono,
aplaudía a aquél pájaro zahareño,
se puso a meditar, arrugó el ceño,
y pensó, al recordar sus vastos planes
y recorrer sus puntos y sus comas,
que cuando creó palomas
no debió haber creado gavilanes”.
Pero Leibniz ha negado hace mucho que Dios sea capaz de arrepentimiento, como lo sugiere el relato de Darío: según el filósofo alemán, éste es “el mejor de los mundos posibles” (sic), y Dios no pudo haber creado otro mejor, de igual modo que no puede crear un triángulo redondo. Y si creó lo mejor, no puede arrepentirse.
Los argumentos de Leibniz son completos y sospechosos; basta observar que su punto de vista es quizás el del mamboretá, pero nunca el de la mosca. Queda otra alternativa: Dios sabe que éste no es el mejor de los mundos, y es incapaz de arrepentirse. En tal caso, una oscura complicidad uniría el mamboretá con Dios, lo que es suficiente para explicar el elemento de ironía que hallamos en el gesto del profeta, y la reiterada vacuidad de su acto de contrición. ¡No hay salvación para las moscas!
Estas reflexiones algo inconexas habían apartado mis ojos del mamboretá, pero comprobé que éste se hallaba todavía en mi mesa, con las patas unidas en dirección al cielo. Lo miré, vagamente espantado, y renuncié a pedir el apetecido café con leche, sagrado manjar de un porteño en horas de la tarde. Me alejé con el sentimiento de que alguien me observaba, y huí del Gran Mamboretá que nos acecha en cada esquina del fatigado universo.

Thomas Moro Simpson, del libro “Dios, el mamboretá y la mosca”, Editorial Sudamericana, 1999.

4 comentarios:

  1. la vida es misterio, peligro y no pregunto mas, que en este momento todos los manboretá siguen haciendo lo mismo

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  2. Ese libro, que encontré casi mágicamente allá por 1979, en una librería en Rosario, es uno de los que más me han marcado en toda mi vida. Tuve el privilegio de conocer personalmente al autor y de charlar con él acerca de esa obra.

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  3. Es maravilloso este cuento, gracias por publicarlo, lo había leído hace muchos años y no lo encontraba.

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