martes, 1 de febrero de 2011

El charco eterno


“...entonces el tiempo se convierte en tu desdicha”.
William Faulkner

13 de enero. Llueve desde hace tres días. Estoy escribiendo, quizá impulsado más por la necesidad de hacer algo que por la necesidad de contar nada. Estoy escribiendo, como otros hacen ejercicio, trabajan o miran televisión. Para poblar el tiempo, para variar esta enfática mediocridad, para no embrutecerme o para terminar de embrutecerme del todo.
De cualquier forma, no hay demasiado que contar, al menos en lo que respecta a hechos físicos. Probablemente, más tarde o más temprano, termine escribiendo de él. Quizá sea lo único que refiera, directa o indirectamente.
Se lo llevaron hace mucho tiempo, y lo raro es que tal vez ya ni siquiera lo recuerde por sí mismo, sino, apenas, como un símbolo.

15 de enero. Éramos chicos. Desde que habíamos empezado a cursar a la mañana, íbamos todas las tardes, a las cinco en punto, a la salida de la escuela de las monjas, para ver a las chicas en polleritas. Por supuesto, los días de viento eran una fiesta para nosotros. Ahora, en cambio, en esta masa de altas e incoloras construcciones, el viento es tenue, uniforme, casi ausente. Los días apenas muestran diferencias. Pero entonces y allá, no. Papá estaba vivo, aunque lo veíamos a las perdidas. Era para mí (y eso es, acaso, lo único que no ha cambiado) un fuerte, incomprensible olor a plástico, una extraña palmada en la cabeza y el ruido tintineante de las llaves.
No sé si habrá sido algo diferente para él.

17 de enero. Hacíamos lo que nos daba la gana, desde siempre, desde que tengo memoria. Y si la escuela vino a interrumpir nuestra libertad, con el tiempo fue convirtiéndose en una excusa más para estar fuera de la casa la mayor cantidad de tiempo posible.
Otra fiesta era la lluvia, a pesar de que entonces (y como única excepción) no nos dejaban salir. También con el tiempo supimos aprovechar ese raro, arbitrario encierro. Nuestra calle se inundaba completamente. La calle entera era un solo charco. En el invierno, no alcanzaba a secarse entre una lluvia y la siguiente. El charco eterno, le decía él. Yo era el mayor, yo era la fuerza, pero lo admitía entonces y lo admito ahora: él era el de las ideas, el genial.

Más tarde, ese mismo día. Era pura tierra el barrio, entonces. Y cuando llovía, era pura agua. No había término medio, no conocíamos el barro. Desde esta misma ventana, veíamos crecer el nivel del agua, milímetro a milímetro, hasta alcanzar la vereda. Atestiguábamos agigantarse el charco, ansiosos, ya entreviendo el agua oscura destilando de las ropas de los transeúntes, ya riéndonos desde antes. Desde esta misma ventana, ahora perpetuamente clausurada, le tirábamos piedras al charco eterno.
Estoy escribiendo día por medio, sólo en días impares, no sé por qué.

18 de enero. Hoy escribo, más que nada, para romper esta imparidad que estaba sosteniendo. No quiero transformar esto en alguna especie de rutina, ni siquiera en una relación lineal. Tal vez no me conduzca a ninguna parte. Tal vez, elípticamente, ya lo he dicho todo.

19 de enero. Recuerdo, intento recordar, la semana anterior. Esa semana había llovido, no con demasiada intensidad, pero sí sostenido. Nosotros ya estábamos temiendo un fin de semana enclaustrados, así que cuando el sábado vimos renacer un cielo despejado, respiramos con idéntico alivio. La abuela había venido a cuidarnos, porque mamá había tomado unas cuantas guardias corridas en la clínica. Doble alegría. La abuela rezongaba mucho, pero veía poco. Además, se dormía a cada rato. Definitivamente, no era rival para nosotros. Después del desayuno nos escapamos. Decidido explícita o implícitamente, sabíamos que no íbamos a volver sino hasta muy tarde.

20 de enero. Anoche tuve este sueño: estoy en Italia, a mediados del siglo XIX, en una biblioteca descomunal. Me acompaña un tipo grande, gordo, de unos cincuenta años: es Marlon Brando. Buscamos un libro que no podemos encontrar, un libro prohibido. Finalmente, en unos anaqueles roñosos, clausurados con una lona, lo encuentro. Marlon Brando simula un ataque de epilepsia para distraer la atención, y yo huyo por una puerta trasera. Vuelvo a casa, ya es de noche. Siento que he sido perseguido, que me vigilan. Hay alguien apostado en la puerta. Me he convertido en un peligro para ellos (¿para quiénes?), se está preparando un ataque en mi contra. Miro por la ventana que da al patio del fondo, imaginando un posible recorrido en caso de tener que huir. Advierto que las persianas están clavadas a los marcos. Alguien, concluyo, debe haberlas clavado en mi ausencia. Me comprendo atrapado, irremediablemente perdido. Entonces, me siento, tomo el libro y comienzo a leerlo, muy tranquilo.

21 de enero. Teníamos todo el tiempo del mundo pero, de todas formas, siempre corriendo, pasamos a buscar a los mellizos Del Pozo y a Fernández. Todos vivíamos en la misma manzana. Nosotros éramos los que pasábamos a buscar a los demás, indefectiblemente, supongo que porque desde un principio había quedado establecido así en el grupo. Había premisas internas tácitas, fundamentales: los mellizos pagaban casi todo, Fernández era el más serio (quizá por eso le decíamos, al principio en broma, simplemente Fernández), nosotros éramos la columna vertebral.
En esa época, se nos había dado por ir a la casa del Parpa, un chico de nuestra escuela, pero que vivía como a veinte cuadras. Nos instalábamos ahí todo el día, sin ningún tipo de vergüenza. Tomábamos la leche, jugábamos a las cartas, mirábamos la tele y, de paso, mirábamos a la hermana, que estaba en séptimo. La espiábamos, en realidad. Pobre Parpa, tu hermana fue siempre tu boleto de entrada, tu crédito siempre abierto, pero fue también tu eterno martirio.
Le habíamos puesto Parpa porque tenía la costumbre, el tic supongo, de parpadear cada dos palabras. Palabras y no segundos, porque cuando estaba callado no parpadeaba. Pero bastaba que enunciara una frase mínima para que se largara a parpadear como un desenfrenado. Nos mataba de risa.

23 de enero. Soñé esto: tenía ocho años. Entraba a jugar a una casa abandonada. Era una siesta de verano, mansísima. De repente, ruidos antiguos, dormidos, comienzan a despertarse: pasos, una mujer meciendo un carrito, cantando una canción de cuna, hombres discutiendo. Los sonidos comienzan a multiplicarse y a superponerse. También, comienzan a surgir en escena cosas desdibujadas, casi materiales, pero yo entiendo que son recuerdos, apenas ecos de imágenes. Se me acercan, me abordan. La intensidad de ambas presencias se vuelve insoportable y yo caigo al suelo, retorciéndome, apesadumbrado por imágenes y sonidos que están en pena, que buscan alguien que los conserve.

25 de enero. Comimos en casa del Parpa. Después nos aburrimos y fuimos a jugar al fútbol a la plaza. Se hizo muy tarde. Tuvimos que volver corriendo.
He vuelto a escribir solamente en días impares. Voy a dejarlo así.

27 de enero. Ansiaba este momento, ahora que lo había instaurado. Elegía las palabras, medía las frases. Pero he descubierto, releyendo, que estoy transformándome, con o sin verdadera intención, o un poco de ambas cosas. Lo cierto es que este no soy yo. Es decir, no soy exactamente, totalmente yo. Esto es demasiado literario para ser un diario. Voy a ponerle un fin, pronto.

3 de febrero. Estábamos como a cuatro cuadras. Era una carrera. Desde la esquina, alcancé a ver la casa totalmente a oscuras. No había peligro: la abuela dormía, seguramente. Yo era más rápido que mi hermano, le llevaba varios cuerpos de ventaja. De repente, me pareció oír un grito o algo parecido a mis espaldas, pero no me dejé distraer. Llegué primero, y me quedé ahí, medio encorvado y con los brazos en jarra, recuperando el aliento.
Pero él no llegó. Cuando levanté la vista, no estaba en ninguna parte. Enseguida, pensé en una broma (él siempre estaba haciendo esa clase de cosas), pero tuve que descartar esa hipótesis de inmediato. Salí corriendo, disparado, hacia él. Estaba tirado, boca abajo en medio de la calle inundada, a unos sesenta o setenta metros de la casa. Se le veía apenas un manojo de pelos.
La calle estaba desierta. El barrio era una tumba, más que nunca. Lo levanté como pude, diciendo su nombre, gritando. No reaccionaba. Lo llevé, arrastrándolo, medio sollozando todo el camino, hasta la puerta de casa.
Ahí nos encontraron, no sé cuánto tiempo después.

8 de febrero. Estoy en un pozo. Ya no le encuentro sentido a continuar con esto. No sé bien qué orientación darle ahora, para qué además. Más me hubiese valido unir, una detrás de otra, hileras de palabras no demasiado arbitrarias.
He equivocado el camino. Ahora está cerrándose sobre mí, otra vez.

8 de febrero, cerca de la medianoche. No acabo de hacerme a la idea de que ese hecho sea consecuencia o causa de algo. Prefiero imaginarlo aislado de la continuidad temporal (si es que en verdad existe algo así), ocurriendo solamente en el espacio. Menos me duele pensarlo como un signo, como una premonición. O un hecho llano, suelto, puro.
Pero estamos atados a la causalidad, somos hijos de la causalidad y, eventualmente, siervos. La vemos pacer, cansina, casi vegetando, uniendo con pulso tranquilo los vagos acontecimientos de nuestras vagas vidas. Creemos entenderla quizá, teniéndola siempre a mano. Pero un día se desboca, rompe el invisible yugo y patea como una mula mañosa. Saca un piano de la chistera y te aplasta.
A él se lo llevaron, un par de meses después. Ya no podía vivir con nosotros, dijeron.

14 de febrero. Hoy dejó de llover, al fin. Desde la ventana, vi a la vida despertarse nuevamente, en un rito antiquísimo: un par de viejos afloraron a los patios, se dejaron oír algunos pájaros. Pero fue sólo durante un exangüe cuarto de hora. Pronto, la noche se hizo presente. Fue surgiendo, cobrando progresiva nitidez, comiendo perezosamente al barrio, hasta hundirlo en la escuálida quietud de la que, al rato nomás, pareció no haber sido arrancado nunca.
Si antes, después de una lluvia, la calle se llenaba de charcos, se convertía toda en un solo charco, ahora todo es liso, llano. El agua, quién sabe a dónde va. Golpea contra el asfalto y desaparece.
No sé, lo cierto es que el charco era algo, una cosa que, al menos, me lo recordaba. Guardaba algo suyo. Me lo traía, tan vívido a veces. Pero ahora lo lapidaron, lo sellaron, se lo llevaron hace tiempo; y tal vez, de ahora en más, yo ya no recuerde a ninguno de los dos por sí mismos sino, apenas, como un vago, imperfecto símbolo del otro.

Diego Reis, del libro “El charco eterno” (El Camarote Ediciones, 2009).
Foto: Shelby Veuthey

No hay comentarios:

Publicar un comentario