miércoles, 2 de febrero de 2011

Máquina de escribir



Está mirándome ahora. En cambio, yo no necesito mirarla, no hace falta que la mire para tenerla presente. La veo todo el tiempo, aún con los ojos cerrados, aún estando lejos. Ella lo sabe, sin dudas. Lo sospecha, al menos.
Ella me vigila, me acecha. Muda, me reclama con su silencio insistente. Condescendiente, sabe que tarde o temprano volveré a sentarme frente a ella, a deslizar mis manos, mis dedos sobre su delicada estructura, a jugar esa especie de diálogo, al juego que jugamos siempre. Me la sé de memoria, ella sabe que me sabe de memoria también. Yo sé que le falta la letra “b”, ella sabe que me faltan las ideas a veces. Yo reemplazo la “b” con la letra “o” y le agrego la línea faltante con una lapicera negra; ella salva mi ausencia de ideas respondiendo al indeciso golpeteo de mis dedos derramando seguidillas de letras que se transforman en palabras que a su vez devienen en oraciones, todas de su exclusiva invención.
Esos instantes (esos trances en los cuales no puedo escribir) son los más frecuentes. Ella me salva entonces. Despliega argumentos disímiles, asombrosos (cuyo sentido se me escapa la mayoría de las veces) sobre estructuras narrativas cuya funcionalidad soy incapaz de percibir.
Es una Olivetti línea 88, como lo anuncia un rótulo en su frente y en otro en su parte posterior, casi al final de lo que me atrevería a llamar su espalda: “Olivetti do Brasil s.a. Industria brasileira – Guarulhos – (S. Paulo)”. Fue un regalo de mi ex novia, Selene. Me la regaló un miércoles (o un jueves, no recuerdo con claridad). Su piel es de un color verde agua, terso. Yo no puedo escribir nada sin ella. Y no es romanticismo, nostalgia de lo primitivo, reaccionismo ante el avance tecnológico, ya que a mano (el método primitivo por excelencia) tampoco puedo escribir una miserable línea. Sin ella, no puedo hacer nada.
Un miércoles fue, ahora lo recuerdo bien, en la reunión semanal del Centro de Escritores. Selene trabajó un tiempo en la empresa Olivetti. O me contó que su padre había trabajado varios años allí, o algo así, para el caso es lo mismo. ¿Olivetti habrá sido un tipo?, me pregunto. ¿El inventor de la máquina, del modelo o el capitalista que financió el invento, montó la fábrica y la produjo a gran escala?. Ese miércoles la traje en brazos hasta casa, como unas veinte cuadras. Llegué exhausto y la dejé sobre esta misma mesa donde descansa ahora, frente a la cual ahora mismo estoy sentado, escribiendo estas líneas.
Al principio, la utilizaba sólo para escribir algunas cosas, en casos de emergencia. La usaba. No podía acostumbrarme a ella, en realidad. No lograba hacerme a la idea de ella, a su concepto. máquina a mitad de camino entre lo primitivo y lo avanzado, entre la barbarie y el progreso. Pero ella comenzó a absorberme , poco a poco. En las siestas vacías y en las noches llenas de insomnio, hacía su trabajo. Ella me hipnotizaba.
Ella me hipnotiza. A veces la miro durante horas sin saber bien por qué. Tomo mate y la miro, leo algún libro para distraerme de su presencia y aún sigo atisbándola cada tanto, como si quisiera certificar que ella está bien, que todo está en orden. Una vez (lejos, en el trabajo) intenté evocar su imagen y descubrí casi asombrado que recordaba exactamente la disposición de sus teclas sin realizar ningún esfuerzo aparente. Ahora sé que me la sé de memoria.
Y sin embargo, no. Todavía no. Aún no. Aún hay cosas de ella que desconozco y que me intrigan hasta la desesperación, hasta lo inexplicable: una letra “z” grabada en su costado derecho, en ese mismo costado su piel derretida, dañada por el fuego, algunos rasguños, cicatrices, ciertas manchas de pintura y ciertas teclas que aún ignoro para qué sirven.
Ya no puedo escribir nada sin ella. Inútil es intentar evitar nuestros encuentros; a lo sumo, sólo consigo retardarlos. Más tarde o más temprano, no puedo resistir y caigo una vez más a sus pies y la dejo hacer. Lo extraño, lo casi hermoso, es que ya no tengo que pensar, no tengo que hacer nada. Escribir es ya un acto automático para mí, porque ella lo hace prácticamente todo.
Hace tiempo he dejado de entender lo que escribo, de intentar entender. Simplemente me limito a dejarme llevar. A ella es a quien se le ocurren las ideas.
Yo soy la máquina de escribir.


Diego Reis, de la serie “Correspondencias secretas”.
Publicado en revista “Desde el andén”, N°6, Otoño 2008 y en el libro "Quemiércoles" (Fondo Editorial Municipal, 2010).
Ilustración: Luiso Ligarribay.

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