miércoles, 2 de febrero de 2011

Sobre "El charco eterno", por María Inés Arce



Una presentación es una arrogancia. Supone que alguien sabe más de lo que va a presentar que aquellos que escuchan. No es así. Porque la mayoría de quienes estamos aquí sabe algo de lo que escribe Diego Reis y de Diego Reis también. Propongo entonces copensar acerca de este libro que se llama “El Charco Eterno”, editado por El Camarote Ediciones en diciembre de 2009, y acerca de su autor.
Además de lo publicado en la solapa, el autor es también poeta, escribe desde antiguo y trabaja obstinadamente para construir su destino -valga la contradicción- de escritor. Borra toda pena con la música, deja flotar la reflexión en el brillo de un vaso de vino, despierta el día con un mate. Bajo sus pies crece la amistad, ofrece mesa y casa a los amigos. Ama los senderos silvestres y la luz de este valle.
Cuando tratamos de hablar de una obra conviene separar obra de autor. Separada la obra, toma vuelo por sí misma. Pero vamos a atraparla, lo vamos a intentar. Esta es una narración altamente contaminada por innumerables otros autores que están vivos, como funcionando en las páginas en una amalgama viva y locuaz. Una amalgama doble donde no es sólo Borges o Arlt o Berger o Faulkner o Irving u Onetti sino que son todos más el oído, más la mirada lo que constituye el universo de este libro y de otros que están a la espera de que lleguen a nosotros.
Me adentraría en la cosmovisión reisiana excavando rocas como los esclavos pero gozosamente y diría que se encuentran elementos imaginarios que lindan con lo fantástico y elementos oníricos ficcionales -se inventan los sueños- donde la inspiración camina en esos sueños. Dice el primer relato, “Kyrie”:
“Ella me hipnotizó. Me hizo caer en un trance, me hizo alucinar. Entre las fantasías más porfiadas, la nena crecía, se volvía gigante; en otra, se desnudaba delante mío y comenzaba una danza grotesca, imitando los movimientos de una oruga...”
Y en esa danza con esa inspiración hay música, cada momento del relato es un largo, un tempo que merece un tiempo. Hay sensación del tiempo, del gris nublado, de martes. Sensación de martes. Pareciera que un destino fluye casi imperceptible en un milagro que miramos sin ver, en el impulso de desviarse a un pueblo no conocido e incluirse en una procesión, en un hombre que va a cometer un crimen porque esa es su condena.
Hay misterios, no atribuciones de causalidad entre hechos, relaciones no aparentes, observación de microelementos con que crear un universo y desjerarquizar la importancia: todos los aconteceres, las cosas, la luz, se equiparan en una unidad. Y hay una indagación de las causas de hechos cotidianos a través de la percepción.
“Hombre de las preguntas”: “Es fantástico mirar el techo. Está lleno de cosas. Goteras, grietas, rincones de luz y rincones de sombra. Es divertido, además. Es rítmico el techo, es de una letanía absoluta y asombrosa. Hay segmentos que se repiten, hay otros que cantan a la octava, hay otros que son disímiles. Pero todos se complementan, se contraponen. Es una unidad holística, siempre mirando para el mismo lado, siempre en el mismo tono. el techo está afinado.”
Hay elementos cabalísticos que otorgan poder a los nombres, a los días y -como dice el epiloguista- cierto tipo de encierro. En “Credo”, en uno de los breves diálogos encontramos:
“-¿Acá vive la tía?- preguntó Santiago el mayor, que iba hojeando una revista”. Y más adelante: “-Papá no está en el mapa- recordó Santiago el menor”.
Y hay poderosamente un indagar en la memoria, trágicamente: mueren algunos recuerdos. Pero, ¿en qué lugar están? ¿Quién los relaciona para que así vuelvan como símbolos imperfectos, al decir del autor?.
“El charco eterno”: “No sé, lo cierto es que el charco era algo, una cosa que, al menos, me lo recordaba. Guardaba algo suyo. Me lo traía, tan vívido a veces. Pero ahora lo lapidaron, lo sellaron, se lo llevaron hace tiempo. Y tal vez, de ahora en más, yo ya no recuerde a ninguno de los dos por sí mismos sino, apenas, como un vago, imperfecto símbolo del otro”.
Porque hay una patria antigua en la zona escrita por Diego Reis, lo inhallable es dónde habita, como decíamos recién. Dice un poeta amado por Diego: “¿Dónde estarán?, pregunta la elegía/ de quienes ya no son, como si hubiera/ una región en el que el Ayer/ pudiera ser el Hoy, el Aún, el Todavía” (Jorge Luis Borges).
También Paul Klee, pintor suizo-alemán, me ayudó a pensar cuando me dijo: “¿Qué crea el artista?/ ¡Formas y espacios!/ ¿Cómo los crea?/ Elige proporciones”. La estructura de los relatos reisianos es proporciones en equilibrio. Pero cómo va apareciendo la estructura. Va apareciendo a partir de ponerse a pensar la búsqueda de sentido, después se ve cómo se puede armar el texto, cómo se puede armar la totalidad a partir de series. Son partes ensambladas que no parecen agotar sus posibilidades.
A veces el punto de partida tiene que ver con la escucha de lo que dicen ciertos objetos, que desde este punto de vista podemos llamar verbales, objetos verbales que nos hablan y por lo tanto requieren una escucha. Dice un autor, Ricardo Zelarrayán, argentino, que está en una pizzería y oye una conversación y que de ahí “salen cosas”. De un charco que permanece en una calle también salen cosas: un modo de tratar la imagen. Después hay que poner la mirada para que no salga un híbrido en el tono.
Para finalizar, me gustaría opinar: lo relevante no es un cuento, unos cuentos, sino encontrar un sistema que permita elaborar un discurso para la escritura. Eso es lo que creo que halla Diego Reis y que seguirá agrandándose a partir de esta obra.
La impresión final que nos deja es la de transmitir lo que la experiencia de lector le ha enseñado, y es a reconocer la literatura.

María Inés Arce, domingo de otoño, 21 de marzo de 2010

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